lunes, 22 de junio de 2009

LUGAR, Juan José Saer

Mis valencias turísticas son limitadas. Ver la tierra desde la luna y pasearme por ese suelo polvoriento, oyendo el chasquido de mis zapatos gruesos contra las esférulas y los pedruzcos de piroxena, olivina y feldespato, chirriar la materia vitrificada y muerta bajo las suelas, no me produjo mayor entusiasmo que mis visitas (un poco obligadas por los hábitos de la época, como mi carrera de astronauta lo fue en cierto sentido por un padre militar) a las cataratas del Iguazú o al desierto del Gobi. No digo que no me haya producido ninguno sino que el que experimenté fue de lo más módico. Tal vez la única maravilla auténtica de mi paseo haya sido que las huellas de mis zapatos quedarán impresas en ese polvo pardo durante millones de años, pero también eso tiene su lado negro, porque en las noches de insomnio, o en las mañanas indecisas y turbias en las que la situación parece sin salida, la forma estriada y ancha de esas huellas, obcecada y autónoma, insiste en venir a estamparse, nítida y excluyente, durante horas e incluso durante días, en la zona clara de mi mente.