miércoles, 28 de enero de 2009

BLAS DE OTERO, Tu vientre y otros resabios

después de muerto me basta ser electrón

viernes, 23 de enero de 2009

MÁRIO DE SÁ CARNEIRO, Yo mismo y el otro

Lisboa, 1907 - Octubre, 12

Soy un puñal de oro cuya lámina se ha quedado roma.

Mi alma es aguda —vibra al tomar impulso. Sólo mi cuerpo es pesdo. Tengo mi alma presa en el zaguán.

No soy cobarde frente al miedo. Sólo soy cobarde frente a mí mismo. ¡Ah! Si yo fuese hermoso...

Me avergüenzo de lo grande que me siento.

Soy tan grande que sólo puedo contarme mis miedos a mí mismo.

Nunca tuve miedo. Tuve siempre frío.

viernes, 16 de enero de 2009

WITOLD GOMBROWICZ, Ferdydurke

—Sí, pero la maestra de francés parece interesante —observó Pimko.

—¡Pero qué esperanza! Yo mismo no puedo hablar con ella durante un minuto sin bostezar dos veces por lo menos.

—¡Ah, entonces es otra cosa! ¿Serán, sin embargo, bastante experimentados y conscientes de su misión pedagógica?

—Son las más fuertes cabezas de la capital —repuso el director—; ninguno de ellos tiene un solo pensamiento propio; y si lo tuviese, ya me encargaría yo de echar al pensamiento o al pensador. Esos maestros son perfectos alumnos y enseñan sólo lo que aprendieron; no, no, no queda en ellos ningún pensamiento propio.

—Cucu, cuculato —dijo Pimko—, veo que dejo a mi Pepe en buenas manos. Sólo un verdadero maestro sabrá inyectar a sus alumnos esa agradable inmadurez, esa simpática indolencia e ineficacia ante la vida, que han de caracterizar a la nación, que será así un buen campo de actuación para nosotros, verdaderos pedagogos, "Dei gratia". Sólo con un personal bien adiestrado lograremos infantilizar a todo el mundo.

—Sss... Sss... Sss... —repuso el director Piorkowski, tomándolo por la manga—; es cierto, cuculillo, pero cuidado, no hay que hablar de eso en voz alta.

miércoles, 14 de enero de 2009

VOLTAIRE, Cándido

Cándido, temblando como un filósofo, se escondió lo mejor que pudo durante toda la matanza heroica. Al fin, mientras los dos reyes hacían entonar un "tedéum" en cada campo, decidió irse a razonar sobre los efectos y las causas, teniendo que hacer un camino regado de muertos y heridos antes de llegar a una aldea vecina, que encontraron reducida a escombros. Esta pequeña aldea abara había sido quemada por los búlgaros, según las leyes del derecho público. Por todos lados yacían viejos con el cuerpo acribillado, que dirigían miradas postreras hacia sus mujeres degolladas con los hijos mamando de sus ensangrentados pechos; las jóvenes mostraban sus vientres abiertos, después de haber servido para satisfacer las necesidades naturales de algunos héroes, y exhalaban sus últimos suspiros. Otras, medio quemadas, pedían a gritos que se acabase con ellas. Por el suelo, sesos humanos hallábanse esparcidos, al lado de brazos y piernas cercenadas.

martes, 13 de enero de 2009

ANTONIO GAMONEDA, Libro del frío

Lame tu piel el animal del llanto, ves grandes números infecciosos y, en el extremo de la indiferencia, giras insomne, musical, delante del último dolor.

Vienen, extienden

sobre tu corazón sábanas frías.

GIOVANNI PAPINI, Bufonadas

Mire usted, yo no soy como los demás. A mí me interesa todo. Me duele mi infancia. También yo recuerdo cuán bárbaramente fue sacrificada e incomprendida mi inteligencia entonces. Estoy seguro de haber sido más inteligente a los diez años que ahora. Estoy locamente enamorado de la libertad y no tengo prejuicios. Conmigo puede usted hablar sin miedo.

lunes, 5 de enero de 2009

VERGÍLIO FERREIRA, Para siempre

No tuve el coraje de pedírtelo. Música lejana, en el trazado remoto de mi vida entera. Salimos de la facultad, ya era tarde, todo el cielo se nublaba de las memorias del final del día. Sandra vivía allí mismo, era una casa estrecha, encima de la esquina de un café, yo necesitaba tanto estar contigo, existir para ti. Porque yo estaba desnivelado, tú exististe enseguida brutalmente para mí. Existías con un fervor íntimo finísimo en la fimbria de mis nervios, en la fundición como un metal de toda mi personalidad. Oh, nunca la tuve delante de ti. Eras hermosa minúscula graciosa. Espuma leve de un vino en el límite de la embriaguez. Delicada flor. Y el terror de que mi aliento te quemase. Era así.

—Entonces hasta mañana.

oh, no. Un momento todavía, sólo un momento, pero ¿qué voy a decir?, ¿qué restos de mí son aprovechables para ser decente ante ti?

—Todavía no me ha dicho qué le ha parecido el pianista.

—Bien. Creo que bien. Y entonces hasta mañana.

Le cogí la mano breve, oye

—Escuche, Sandra.

—Sí. Pero no se llevará la mano...

—Necesito tanto hablar con usted.

—Sí. Pero hoy no, ¿eh?

—¿Cuándo?

—Oh, no sé. Cualquier día.

Abrí la mano, apartó la suya, me quedé con la mía todavía en el aire como implorando que no. Fue cuando otra vez la música de la tierra, llega en la voz de una mujer, la oigo. Estoy solo, como difícilmente puedo imaginar. A veces, instantánea, la imagen de la realidad. Me quedo quieto, la respiración prendida, los ojos desorbitados. Es una explosión de evidencia sin una idea para ella. ¿Cómo se puede ser hombre sin olvidar?, se es hombre sobre todo por lo que se olvida. Y entonces Sandra se volvió de espaldas, frágil, leve, delineación sutil. Un hombre pasaba por delante de la facultad, era bajo, lo parecía, tal vez por la frente inclinada, concentrada hacia la intimidad de sí mismo.

—Eh, Predicador

los chavales le tiraban monedas, él las cogía. Levantaba a un lado y a otro los brazos con gestos cortos, iba gesticulando, no decía nada.

jueves, 1 de enero de 2009

RAYMOND QUENEAU, Mi amigo Pierrot

Acodado muy a gusto, Pierrot pensaba en la muerte de Luis XVI, lo que quiere decir nada preciso en particular; no había en su cabeza sino un vaho mental, ligero y casi luminoso como la bruma de una hermosa mañana de invierno, sino un vuelo de mosquitas anónimas. Los autos se hostiaban con energía, los troles crepitaban contra el hilo metálico, había mujeres que gritaban, y, más allá, en todo el resto del Uni-Park, había un rumor de multitud que se divierte, un clamor de charlatanes y farsantes que convierte y un fragor de objetos que se invierten. Pierrot no tenía ninguna idea especial sobre la moralidad pública ni el porvenir de la civilización. Nunca le habían dicho que fuera inteligente. Le habían repetido más bien que se conducía como un zopenco o que tenía analogías con la luyna. En todo caso, aquí, ahora, estaba feliz y contento, vagamente. Por lo demás, entre las mosquitas, había una mayor que las otras y más insistente. Pierrot tenía un oficio, al menos por esta temporada. En octubre, ya vería. De momento, tenía un tercio de año ante él zumbando con los cuartos de su paga. Había motivo para que estuviera feliz y contento quien, como él, tenía un conocimiento permanente de los días inciertos, las semanas poco probables y los meses muy deficientes. El ojo a la virulé le dolía un poco, pero, ¿acaso ha impedido el sufrimiento físico alguna vez la felicidad?