miércoles, 29 de septiembre de 2010

NO IMPORTA, Agota Kristof

No tengo ganas de volver a casa porque el fregadero está atascado, pero tampoco tengo ganas de caminar así que me detengo en la acera de espaldas a un gran almacén, miró cómo la gente entra y sale y pienso que los que salen deberían quedarse dentro y los que entran deberían quedarse fuera, eso ahorraría bastante movimiento y bastante cansancio.

Sería un buen consejo para darles, pero no escucharían. Así que no digo nada, aprovecho el calor que sale de la tienda porque las puertas están constantemente abiertas y me siento casi tan bien como hace un rato, sentado en mi habitación.

martes, 28 de septiembre de 2010

LOS PICHICIEGOS, Rodolfo Enrique Fogwill

—Al revés del calor —dijo el otro día—, estás en el calor, llegás del frío. Sos calor, sos calor, lo sentís. Entra el calor, sentís: ¡Qué lindo es esto, que nunca se termine! Y sigue el calor calentando. Sigue un día, más días calienta y ya no se siente que es calor. No gusta, es eso: es aire, es el mundo nomás. Vos sos calor, todo es calor, te olvidás del calor y del frío y no te importa nada, te dejás calentar, te cocinás por el calor y te quedás como dormido y ya nada te gusta, ni el frío ni el calor, ni el aire, ni vos mismo: nada te gusta.

jueves, 23 de septiembre de 2010

SONATA A KREUTZER, Lev Tolstói

Me espantó seguir acostado en la oscuridad y prendí una cerilla, y en aquella pequeña habitación de papel pintado de color amarillo me invadió algo parecido al pánico. Encendí un cigarrillo y, como siempre ocurre cuando das vueltas a las mismas contradicciones irresolubles, fumé, y fumé un pitillo tras otro para nublarme la mente y dejar de ver tales contradicciones.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

EL PENTÁGONO, Antonio Di Benedetto

Es una vida dura, sí, porque uno sabe que siempre está reflejado en los otros dos y que cuanto uno hace lo hacen los otros y que por consiguiente se lo estorban, como uno se los estorba a los otros. Puesto que ahí está todo y todo se resuelve en eses volver a ellos y ellos volver a uno, todo, ciertamente, es incierto. Lo único que parece cierto es que uno se hallará en los otros y los otros se hallarán en uno.

No vale una lágrima, por ejemplo, vestirse de domingo, cuando la oficina está cerrada, e ir a pasear a la avenida, porque allí, sin duda, estarán los otros, paseando para ver a las mismas muchachas, vestidos con trajes del mismo precio que el mío, porque ganamos lo mismo y no podemos comprar nada más caro y no nos rebajaríamos a comprar nada más barato. No vale, no, porque cuando yo ponga el pie en el cajón de lustrar, ellos igualmente pondrán su pie y si alguno de ellos lo hubiera puesto antes que yo, yo lo pondría al mismo tiempo que él y también el otro y así lo tres simultánea, uniforme, indénticamente, siempre...

LOS ASESINOS DE LOS DÍAS DE FIESTA, Marco Denevi

El edificio es viejísimo, una inmensa pajarera, un palomar oscuro y casi en ruinas al que las palomas lo dejaron hay que ve cómo. Y qué ganas de desperdiciar espacio. Porque todo el centro está ocupado por un patio que no sirve para nada, largo y ancho como el de un colegio o una fábrica. Alrededor se enciman siete pisos de minúsculas oficinas, cajones que medirán lo que un decente cuarto de baño. Las puertas de esos cuchitriles se abren a galerías descubiertas, cada una con su baranda de hierro, que a la vez dan al patio central, de modo que aquello parece la decrépita sala de un teatro con la platea sin butacas y arriba las siete filas de palcos a la miseria. El techo es una enorme claraboya, pero los vidrios roñosos dejan pasar una luz tan turbia que ahí siempre se tiene la impresión de que está por llover.

martes, 10 de agosto de 2010

EN LAS ALTURAS, Thomas Bernhard

durante horas de un lado a otro,
esa gente, cómica, autoengaño: sus contorsiones faciales,
cómo podrían volver a salir de la cárcel en que fueron encerrados,
no queda la menor esperanza,

la realidad es que lo que expresamos, escribimos, es diez veces más tonto que lo que pensamos,
pero sin embargo, como los grandes escritores, nos dejamos tomar por mucho más tontos de lo que somos, y cometemos el absurdo de decir algo, escribirlo, expresar una opinión, defender una orientación, pronunciarnos por una idea.

TODOS LOS HERMOSOS CABALLOS, Cormac McCarthy

La llama de la vela y la imagen de la llama de la vela reflejada en el espejo de cuerpo entero se retorció y enderezó cuando el hombre entró en el vestíbulo y cerró la puerta. Se quitó el sombrero y avanzó lentamente. Las tablas del suelo crujían bajo sus botas. Se detuvo, vestido de luto, ante el espejo oscuro donde los lirios se inclinaban, pálidos, en el curvilíneo florero de cristal tallado. A lo largo del frío pasillo que tenía a sus espaldas colgaban los retratos de antepasados vagamente conocidos por él, todos enmarcados en cristal y débilmente iluminados sobre el estrecho revestimiento de madera. Bajó la mirada hacia el estriado resto de vela. Apretó la yema del pulgar contra la cera caliente encharcada sobre la chapa de roble. Por último miró aquel rostro hundido y contraído entre los pliegues de la mortaja funeraria, el bigote amarillento, los párpados finos como el papel. Aquello no era dormir. Aquello no era dormir.

lunes, 9 de agosto de 2010

LOS LANZALLAMAS, Roberto Arlt

¿Qué hacer? Cierra nuevamente los ojos. El esposo loco. Erdosain, loco. El astrólogo, castrado. ¿Pero existe la locura? Busca una tangente por la que salir. ¿Existe la locura? ¿O es que se ha establecido una forma convencional de expresar ideas, de modo que éstas puedan ocultar siempre y siempre el otro mundo de adentro, que nadie se atreve a mostrar?

jueves, 5 de agosto de 2010

POEMA, Eduardo Lizalde

Silla, no me engañas,
estás ahí,
me espías.
Conoces mis debilidades
sabes lo que soy,
que pienso, que camino,
pertenezco a un género de bestia
que necesita a ratos
sentarse,
que soy mortal en suma,
estoy tocado,
que los dioses no requieren de sillas.
Silla, tú también cazas,
tú eres también la muerte,
contigo misma me domas
y te parapetas contra mí
como en el circo se hace con caducos leones.
Pero yo lo sé, vigilo, duermo de pie,
bebo en la barra, estoy alerta.

A VECES ME PARECE, Roberto Juarroz

A veces me parece
que estamos en el centro
de la fiesta
sin embargo
en el centro de la fiesta
no hay nadie
En el centro de la fiesta
está el vacío
Pero en el centro del vacío
hay otra fiesta.

martes, 11 de mayo de 2010

INTRUSO EN EL POLVO, William Faulkner

Así que a la mañana siguiente, él y Aleck Sander se fueron con Edmonds. Hacía frío aquella mañana, el primer ramalazo de frío del invierno; los setos estaban tiesos y cubiertos de escarcha y el agua estancada de las cunetas de la carretera tenía una capita de hielo e incluso los bordes del agua corriente del arroyo Nine Mile brillaban frágiles y centelleantes como cristal mágico y de la primera granja que pasaron y luego de otra y otra llegaba el aroma encalmado del humo de leña y pudieron ver en los corrales los calderos de hierro negros espumeantes y a las mujeres que aún con las cofias de verano o con los sombreros de hombre viejos de fieltro y abrigos largos de hombre atizaban el fuego debajo y los hombres con delantales de saco atados con alambre por encima del mono afilaban cuchillos o trajinaban ya por las pocilgas en las que los cerdos gruñían y chillaban no sobresaltados del todo, sin alarma, alertados sólo como si percibiesen ya aunque difusamente su destino inmanente y suculento; al caer la noche, por todo el territorio colgarían cadáveres abiertos en canal olor a sebo espectrales intactos inmovilizados por las patas en actitudes de correr frenético como si a toda prisa al centro de la tierra.

viernes, 7 de mayo de 2010

CUADERNO DE NOTAS, Chéjov

Después de matar a su hermano, apagaron el velador, y no rezaron sus maitines. Por la mañana lo llevaron a la despensa de vinos diciendo que un malhechor lo había asesinado. Pero ya anteriormente lo habían acarreado más allá de las vías del tren, con el plan de sepultarlo en la nieve.

viernes, 16 de abril de 2010

MORFINA, Bulgákov

Tomé el bisturí tratando de imitar (una vez en mi vida, en la universidad, había visto una amputación) a alguien... Ahora le rogaba al destino que la joven no muriera en los siguientes treinta minutos... "Que muera en la sala, cuando yo haya terminado la operación..."

En mi favor trabajaba sólo mi sentido común, aguijoneado por lo inusitado de la situación. Hábilmente, de forma circular, como un carnicero experto, corté con un afilado bisturí la cadera; la piel se separó sin que saliera una sola gota de sangre. "Si las arterias comienzan a sangrar, ¿qué voy a hacer?", pensé, y como un lobo miré de reojo la montaña de pinzas de torsión. Corté un enorme pedazo de carne femenina y una de las arterias —con forma de tubito blancuzco—, pero de ella no salió ni una gota de sangre. La cerré con una pinza y continué. Coloqué esas pinzas de torsión en todos los lugares donde suponía que debía haber arterias... "Arteria... arteria... Diablos, ¿cómo se llama?..." La sala de operaciones parecía un hospital. Las pinzas de torsión colgaban en racimos. Con ayuda de la gasa las levantaron, y yo comencé, con una sierra de dientes pequeños, a aserrar el redondo hueso.

ZAMA, Antonio Di Benedetto

Con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos.

Ahí estábamos, por irnos y no.

martes, 16 de febrero de 2010

OBRAS PÓSTUMAS PUBLICADAS EN VIDA, Robert Musil

Un pequeño ratón se había construido cerca del banco, rara vez visitado, un sistema de pasadizos. Profundos para un ratón, con agujeros para desaparecer y volver a aparecer en otro lugar. Dentro de ellos se detenía, volvía a correr en círculos. De los truenos del aire surgió una inmensa calma. La mano humana se hundió frente al respaldo del banco. Un ojo, tan pequeño y negro como la cabeza de un alfiler, se dirigió hacia allá. Y, por un momento, se tenía una sensación tan extraña y perturbadora que no se sabía de veras si ese pequeño ojo negro y vivaz daba vueltas o si era la enorme inmovilidad de las montañas la que se movía. Ya no se sabía si se estaba consumando en uno la voluntad del mundo o la de ese ratón que resplandecía desde ese ojo diminuto y solitario. Ya no se sabía: si había una lucha o si ya regía la eternidad.

jueves, 21 de enero de 2010

POR LOS TIEMPOS DE COLLING, Felisbesto Hernández

Solamente cuando la conversación de él aflojaba o tenía poco interés, aprovechaban a entrar en mi atención los pensamientos de las angustias; ellos cubrían esos otros instantes y exigían que se les atendiera. Ya habían estado merodeando algunos; eran a propósito de la actitud que había tenido la muchacha del pañuelo en la cabeza. ¿No habría sido cierto que por ser una muchacha linda yo hubiera querido sobreponerme a ella diciéndole una palabra refinada? Para ella, "lazarillo", sería una palabra refinada. ¿Y que después me hubiera angustiado porque habría sentido que ella reaccionaba respondiendo con aquella actitud? Siempre me ocurría lo mismo con algunos hechos: yo era despertado por ellos; accionaba espontánea y alegremente; ellos llegaban inesperados y sorpresivos; y yo no sabía ni pensaba que después volverían y empezarían a merodear; ni cuáles de ellos serían los que me volverían, los que me habrían quedado pegados con angustia. Cuando la muchacha me habló con aquella reacción, yo me quedé contemplándola; estaba completamente ocupado en contemplarla, y hasta en obedecerla, como cuando me dijo que entrara. Después, me había quedado en la memoria mi propia actitud pasiva; y me avergonzaba y me fastidiaba hasta la angustia. A veces atinaba, yo también, a reaccionar a tiempo. Pero mi maldito ritmo, mi lentitud, hacía que casi siempre llegara tarde o fuera de lugar. Entonces esos serían los hechos que después volverían. Y eran capaces de volver, hasta después de años. Y al recordarlos, de pronto, hacía inevitablemente una contracción de todos los músculos.

jueves, 14 de enero de 2010

LOS SIETE LOCOS, Roberto Arlt

Y clavados los ojos en el rincón sudeste del cuarto, sin sonreír, con una expresión casi dolorosa en el semblante sucio, con barba de tres días, Barsut monologaba lentamente, contaba sus terrores de hombre de veintisiete años, la preocupación que le había dejado en el entendimiento el guiño de un pez tuerto, y relacionando el pez tuerto con la mirada fisgona de una anciana alcahueta que quería que se casara con su hija que se dedicaba al espiritismo, derivaba la conversación hacia cada absurdo que de pronto, Erdosain, olvidándose de su rencor, se preguntaba si el otro no estaría loco. Elsa, indiferente a todo, cosía en la habitación medianera, mientras un profundo malestar inmovilizaba a Erdosain.

LA FUERZA DE LA COSTUMBRE, Thomas Bernhard

ESCENA PRIMERA

A la izquierda un piano
Delante cuatro atriles
Armario, mesa con radio, sillón, espejo, cuadros
El quinteto La Trucha por el suelo
Caribaldi está buscando algo debajo del armario


malabarista, entrando
Pero qué hace usted ahí
El quinteto en el suelo
Señor Caribaldi
Mañana Augsburgo
verdad

CARIBALDI
Mañana Augsburgo

MALABARISTA
El precioso quinteto
(recoge el quinteto)
Por cierto he recibido
la carta de Francia
(pone el quinteto en uno de los atriles)
Figúrese
con una garantía
Pero la experiencia enseña
que no se debe aceptar
una oferta
enseguida
Eso enseña la experiencia
(arregla el quinteto en el atril)
Sobre todo Burdeos
la ciudad blanca
Pero qué busca ahí
Señor Caribaldi
(coge el violonchelo que está apoyado en el atril, lo limpia con la manga derecha y vuelve a apoyarlo en el atril)
Polvoriento
todo está polvoriento
Porque tocamos
en este lugar tan polvoriento
Hace viento aquí
y polvo

CARIBALDI
Mañana Augsburgo

MALABARISTA
Mañana Augsburgo
Por qué tocamos aquí
me pregunto
Me pregunto por qué
Eso es cosa suya
Señor Caribaldi