Tomé el bisturí tratando de imitar (una vez en mi vida, en la universidad, había visto una amputación) a alguien... Ahora le rogaba al destino que la joven no muriera en los siguientes treinta minutos... "Que muera en la sala, cuando yo haya terminado la operación..."
En mi favor trabajaba sólo mi sentido común, aguijoneado por lo inusitado de la situación. Hábilmente, de forma circular, como un carnicero experto, corté con un afilado bisturí la cadera; la piel se separó sin que saliera una sola gota de sangre. "Si las arterias comienzan a sangrar, ¿qué voy a hacer?", pensé, y como un lobo miré de reojo la montaña de pinzas de torsión. Corté un enorme pedazo de carne femenina y una de las arterias —con forma de tubito blancuzco—, pero de ella no salió ni una gota de sangre. La cerré con una pinza y continué. Coloqué esas pinzas de torsión en todos los lugares donde suponía que debía haber arterias... "Arteria... arteria... Diablos, ¿cómo se llama?..." La sala de operaciones parecía un hospital. Las pinzas de torsión colgaban en racimos. Con ayuda de la gasa las levantaron, y yo comencé, con una sierra de dientes pequeños, a aserrar el redondo hueso.