martes, 11 de mayo de 2010
INTRUSO EN EL POLVO, William Faulkner
Así que a la mañana siguiente, él y Aleck Sander se fueron con Edmonds. Hacía frío aquella mañana, el primer ramalazo de frío del invierno; los setos estaban tiesos y cubiertos de escarcha y el agua estancada de las cunetas de la carretera tenía una capita de hielo e incluso los bordes del agua corriente del arroyo Nine Mile brillaban frágiles y centelleantes como cristal mágico y de la primera granja que pasaron y luego de otra y otra llegaba el aroma encalmado del humo de leña y pudieron ver en los corrales los calderos de hierro negros espumeantes y a las mujeres que aún con las cofias de verano o con los sombreros de hombre viejos de fieltro y abrigos largos de hombre atizaban el fuego debajo y los hombres con delantales de saco atados con alambre por encima del mono afilaban cuchillos o trajinaban ya por las pocilgas en las que los cerdos gruñían y chillaban no sobresaltados del todo, sin alarma, alertados sólo como si percibiesen ya aunque difusamente su destino inmanente y suculento; al caer la noche, por todo el territorio colgarían cadáveres abiertos en canal olor a sebo espectrales intactos inmovilizados por las patas en actitudes de correr frenético como si a toda prisa al centro de la tierra.