viernes, 24 de octubre de 2008

Max Frisch, NO SOY STILLER

El doctor Bohnenblust, mi defensor de oficio, tiene naturalmente razón: por más que le cuente cien veces cómo se desarrolla el incendio de una aserradora de californiana, cómo se pintan las negras en América o cuál es el color de Nueva York cuando en un anochecer coinciden una nevada con un temporal (se da este caso) o cómo hay que componérselas para desembarcar sin papeles en el puerto de Brooklyn, no le demuestro que haya estado allí. Vivimos en la era de las reproducciones. La mayoría de las imágenes que tenemos del mundo, no las hemos visto con nuestros propios ojos, o mejor dicho, las hemos visto con nuestros propios ojos, pero no en su propio lugar: somos auditores, espectadores y conocedores de lejos. Se puede no haber salido nunca de esta pequeña ciudad y tener todavía intacta en el oído la voz de Hitler, ser capaz de reconocer al sha de Persia a tres metros de distancia, saber cómo brama el monzón en el Himalaya o qué aspecto tiene el mar a mil metros de profundidad. Hoy en día todo el mundo puede estar al corriente de todo, y, sin embargo, yo no he estado nunca en el fondo del mar ni me he acercado (como los suizos) a la cima del Everest. Con la vida interior del hombre ocurre lo mismo. Todo el mundo está enterado de todo. ¿Cómo diablos he de poder demostrar a mi abogado que no debo el conocimiento de mis instintos de asesino a C.G. Jung, el de los celos a Marcel Proust, el de España a Hemingway, el de París a Ernst Jünger, el de Suiza a Mark Twain, el de Méjico a Graham Greene, el del terror a la muerte a Georges Bernanos, el de la imposibilidad de llegar a nada a Kafka y gran cantidad de otras cosas a Thomas Mann? Y ni siquiera hay necesidad de haber leído a todos estos autores, los llevamos dentro a través de nuestros amigos, que, a su vez, viven perpetuamente de plagios. ¡Qué época ésta! Ya no significa nada decir que uno ha visto peces espada o que ha amado a una mujer mulata. Todo eso se puede haber visto una buena mañana en una película documental. Tener ideas es algo imposible. Resulta ya muy raro encontrar en esta era un cerebro que se limite a un solo tipo de plagio, y ello es prueba de personalidad, ver el mundo a través de Heidegger y sólo a través de él; nosotros, los demás, flotamos en una cocktail que contiene un poco de todo, sabiamente mezclado por Eliot, y de todo sabemos un poco, pero muy poco, de manera que ni siquiera nuestros relatos del mundo tangible demuestran nada. Para nosotros ya no existe actualmente ninguna terra incógnita (excepto Rusia). Por consiguiente, ¿a qué tanto hablar, si no demuestro que lo que digo lo he vivido efectivamente? Mi abogado tiene razón. Y sin embargo…