lunes, 2 de marzo de 2009

ROBERT WALSER, El paseo

—¿Podría —pregunté con timidez— ver y apreciar al instante lo más esmerado y serio, y por tanto naturalmente también lo más leído y más rápidamente reconocido y vendido? Me obligará en alto grado a inusual agradecimiento si me hace el enorme favor y tiene la bondad de mostrarme ese libro, que, como sin duda nadie sabe con tanta exactitud como precisamente usted, ha encontrado el máximo favor tanto en el público lector como en la temida y, por tanto sin duda también, halagada crítica, y lo seguirá encontrando. No sabe cuánto me interesa saber enseguida cuál de todos los libros u obras de la pluma aquí apilados y expuestos es ese libro favorito en cuestión, cuya visión con toda probabilidad, como he de sospechar del modo más vivo, me convertirá en inmediato, alegre, entusiasta comprador. El deseo de ver al escritor favorito del mundo instruido y su obra maestra admirada, entusiásticamente aplaudida, y como he dicho probablemente de comprarla, me hormiguea y cosquillea por todos los miembros. ¿Puedo rogarle que me muestre ese libro exitosísimo para que el ansia que se
ha apoderado de todo mi ser se satisfaga y deje de inquietarme?
—Con mucho gusto —dijo el librero. Desapareció como una flecha, para volver al instante siguiente con el ansioso comprador e interesado, y llevando en la mano el libro más comprado y más leído, de valor en verdad perdurable. Llevaba el valioso producto intelectual tan cuidadosa y solemnemente como si portara una milagrosa reliquia. Su rostro mostraba arrobo; su gesto irradiaba el máximo respeto, y con una sonrisa en los labios como sólo pueden tener los creyentes e íntimamente convencidos, me enseñó del modo más favorable lo que traía consigo. Yo contemplé el libro y pregunté:
—¿Podría usted jurar que este es el libro más difundido del año?
—Sin duda.
—¿Podría afirmar que este es el libro que hay que haber leído?
—A toda costa.
—¿Y es realmente bueno?
—¡Qué pregunta tan superfina e inadmisible!
—Se lo agradezco mucho —dije con sangre fría; preferí dejar tranquilamente donde estaba el libro que había tenido la más absoluta difusión, porque había que haberlo leído a toda costa, y me alejé sin ruido, sin perder una sola palabra más.