martes, 10 de agosto de 2010

TODOS LOS HERMOSOS CABALLOS, Cormac McCarthy

La llama de la vela y la imagen de la llama de la vela reflejada en el espejo de cuerpo entero se retorció y enderezó cuando el hombre entró en el vestíbulo y cerró la puerta. Se quitó el sombrero y avanzó lentamente. Las tablas del suelo crujían bajo sus botas. Se detuvo, vestido de luto, ante el espejo oscuro donde los lirios se inclinaban, pálidos, en el curvilíneo florero de cristal tallado. A lo largo del frío pasillo que tenía a sus espaldas colgaban los retratos de antepasados vagamente conocidos por él, todos enmarcados en cristal y débilmente iluminados sobre el estrecho revestimiento de madera. Bajó la mirada hacia el estriado resto de vela. Apretó la yema del pulgar contra la cera caliente encharcada sobre la chapa de roble. Por último miró aquel rostro hundido y contraído entre los pliegues de la mortaja funeraria, el bigote amarillento, los párpados finos como el papel. Aquello no era dormir. Aquello no era dormir.