martes, 14 de julio de 2009

DIARIOS, Kafka

Ayer en la fábrica. Las muchachas con sus vestidos intolerablemente sucios y sueltos, con los pelos revueltos, como si acabasen de despertarse, con la expresión cerrada a causa del ruido incesante de las correas de transmisión y de las máquinas que, aun siendo automáticas, tienen imprevisibles paros bruscos; no son personas, no las saludamos, no les pedimos disculpas cuando tropezamos con ellas; si las llamamos para un pequeño trabajo, lo realizan, pero vuelven inmediatamente a la máquina; con un gesto de cabeza, les indicamos dónde deben ponerse; ahí están en enaguas, sometidas al más mínimo poder, y ni siquiera tienen la mente bastante serena para reconocer dicho poder y ganarse su aquiescencia con unas miradas o unas inclinaciones. Pero así que dan las seis, se llaman unas a otras, se quitan los pañuelos del cuello y de la cabeza, se quitan el polvo con un cepillo que recorre toda la sala y que las impacientes reclaman, se ponen las faldas por la cabeza y se lavan las manos lo mejor que pueden — al fin son mujeres; a pesar de la palidez y de los dientes estropeados, pueden sonreír, menear sus anquilosados cuerpos; ya no podemos tropezar con ellas, mirarlas y pasarlas por alto; nos pegamos a las mugrientas cajas para dejarles libre el paso, nos quitamos el sombrero cuando nos dan las buenas noches, y no sabemos cómo tomarlo cuando una nos sostiene el abrigo para que nos lo pongamos.