miércoles, 22 de septiembre de 2010

LOS ASESINOS DE LOS DÍAS DE FIESTA, Marco Denevi

El edificio es viejísimo, una inmensa pajarera, un palomar oscuro y casi en ruinas al que las palomas lo dejaron hay que ve cómo. Y qué ganas de desperdiciar espacio. Porque todo el centro está ocupado por un patio que no sirve para nada, largo y ancho como el de un colegio o una fábrica. Alrededor se enciman siete pisos de minúsculas oficinas, cajones que medirán lo que un decente cuarto de baño. Las puertas de esos cuchitriles se abren a galerías descubiertas, cada una con su baranda de hierro, que a la vez dan al patio central, de modo que aquello parece la decrépita sala de un teatro con la platea sin butacas y arriba las siete filas de palcos a la miseria. El techo es una enorme claraboya, pero los vidrios roñosos dejan pasar una luz tan turbia que ahí siempre se tiene la impresión de que está por llover.