jueves, 1 de enero de 2009

RAYMOND QUENEAU, Mi amigo Pierrot

Acodado muy a gusto, Pierrot pensaba en la muerte de Luis XVI, lo que quiere decir nada preciso en particular; no había en su cabeza sino un vaho mental, ligero y casi luminoso como la bruma de una hermosa mañana de invierno, sino un vuelo de mosquitas anónimas. Los autos se hostiaban con energía, los troles crepitaban contra el hilo metálico, había mujeres que gritaban, y, más allá, en todo el resto del Uni-Park, había un rumor de multitud que se divierte, un clamor de charlatanes y farsantes que convierte y un fragor de objetos que se invierten. Pierrot no tenía ninguna idea especial sobre la moralidad pública ni el porvenir de la civilización. Nunca le habían dicho que fuera inteligente. Le habían repetido más bien que se conducía como un zopenco o que tenía analogías con la luyna. En todo caso, aquí, ahora, estaba feliz y contento, vagamente. Por lo demás, entre las mosquitas, había una mayor que las otras y más insistente. Pierrot tenía un oficio, al menos por esta temporada. En octubre, ya vería. De momento, tenía un tercio de año ante él zumbando con los cuartos de su paga. Había motivo para que estuviera feliz y contento quien, como él, tenía un conocimiento permanente de los días inciertos, las semanas poco probables y los meses muy deficientes. El ojo a la virulé le dolía un poco, pero, ¿acaso ha impedido el sufrimiento físico alguna vez la felicidad?